DE PROPIOS Y EXTRAÑOS: 11 AÑOS EN UN COLEGIO DE CURAS

Por Antonio Capurro

Estudié en un colegio católico de provincia, el colegio parroquial Antonio Raimondi, durante once años entre la mitad de la década de los años setenta y los años ochenta. Desde muy niño me di cuenta que era diferente, es decir, que era un niño homosexual. No recuerdo cuando fue la primera vez que escuché esa palabra o cuando es que le puse un significado a lo que sentía dentro de mi. Simplemente me gustaban los niños a mi alrededor y eso no tendría porque haber sido un pecado o nada por el estilo, a no ser porque la religión estaba dentro de mi familia así como en el colegio que mis padres habían destinado para mi educación. Uno de los factores por el cual eligieron el colegio fue porque además de la distancia, sólo tenía que caminar dos cuadras desde mi casa, me iban a dar una "moral cristiana". 

Ha sido una tarea muy grande dejar a un lado esa educación cristiana, moralista y represora inculcada por tantos años, pero lo sigo logrando día a día. El colegio católico reprimió esa parte que todo niño o adolescente diverso debería vivir libremente sin prejuicios, estereotipos o tabúes. Por supuesto, en mi colegio las palabras inclusión o diversidad estaban a años luz. En mi cabeza no existía una definición exacta para mi gusto o atracción, no conocía nada de nada. Lo único que intuía dentro de mi era que yo escapaba a la regla. Y es que a los niños les gustan los niños y a las niñas las niñas. Los hombres de azul, las mujeres de rosa. Para él los carritos, para ella las muñecas. Sin réplicas ni cuestionamientos. Conforme creces y te das cuenta de lo qué ocurre contigo empiezas a comportarte como tus primitos o amiguitos heterosexuales, a mimetizarte, a no ser demasiado evidente, a no mostrar demasiado tus emociones, a tener cuidado con tus palabras, a manejar mejor tus gestos. Te vuelves un performer, un camaleón, un represor de tu verdadera naturaleza. Y lo guardas todo en ese closet bien cerrado. 

Seguramente por la numerosa cantidad de alumnos que fuimos los de la promoción 1977 de primer grado de primaria es que nos dividieron en dos salones y así nos mantuvimos hasta segundo de secundaria en que ambas aulas pasaron a ser una. De la primaria no tengo recuerdos que involucren escenas o situaciones de bullying y es que pienso que pasaba por el niño o chico "normal", alguien como el resto. Eso obviamente tenía sus ventajas, pasar desapercibido, aunque se hacía más difícil cuando empiezas a despertar tu sexualidad y entras a la adolescencia, mientras tanto los curas de la iglesia tratando de controlar tu arrechura con rezos y plegarias. Nosotros no éramos los del sodalicio, eso sí que era bien hardcore. 

La secundaria si fue muy diferente. Empiezas a ver a los chicos más grandes que tú, esos que son amigos de tus tíos y que también estudian en el mismo colegio. Mi primer crush fue un chico de ojos celestes y cabello rubio, al que siempre me ponía a mirar en la hora de recreo a unos cuantos metros de distancia. Se me caía la baba literalmente. Y así pasó con otros. Ahora que lo recuerdo no dejo de sonreír recordando esos días de antaño. Desde temprano aprendemos que somos especiales y aprendemos a jugar a los secretos porque nadie puede saber quien realmente eres tú.

Al unirse los dos salones todo cambió. No sé si algunos compañeros del salón notarían lo homosexual en mi, pero algunos retrucaban esas figura machista de la casa con las bromas hetero que se hacen en el hogar sobre las tetas y los culos de las mujeres, mi padre o mis tíos también hacían eso, por supuesto todos a celebrarlo que aquí no pasa nada. "Mira esa mamacita qué rica esta", o decías que gustaban las chicas o eras un "maricón". Y no había espacio para ser otra cosa. Machito o nada. 

Mi talón de Aquiles fue el curso de Educación Física donde tenías que demostrar que si podías jugar a la pelota. Porque entonces eres un hombre completo, duro en la cancha de fútbol. Y eso quiso hacer conmigo el profesor Valencia, que me guste a como dé lugar ese deporte, aunque los intentos fueron en vano. Yo me sentía mal porque me obligaba a hacer algo que no me gustaba poniéndome en ridículo frente al resto como capitán del equipo o exigirme jugando a mi lado. Yo me rebelé y lo hice en el último año de secundaria quedándome varias veces en el salón de clases junto a Beto, mi mejor amigo del colegio. A la mierda con ese curso. Recuerdo también que se dieron otras micro-agresiones como los tocamientos de un compañero del salón en mi pierna en la clase extra de Biología, que seguramente me veía algo diferente, lo cual acabó cuando le lancé una mirada desafiante, "A ver toca más si puedes". De ahí ni más. 

En los ochenta nunca escuché la palabras empoderamiento ni empatía. ¿Cómo se enfrentaba un chiquillo gay, una chica lesbiana o un niño queer a los embates homofóbicos de un colegio de curas? En mi caso no fueron cosas reiterativas o sistemáticas, yo supe jugarlo bien, de modo que no me afectase, pero sé que a otros chicos, chicas o chiques LGBTIQ+ la pasaron terriblemente mal, lo sé porque he leído, visto o escuchado muchísimos testimonios durante todos estos años. Y eso es algo frente a lo cual no podemos quedarnos callados nunca, son historias que deben ser contadas para que no se repitan más. 

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