De los archivos: La boda de mi mejor amigo
Publicado originalmente en Radar 5 de Coherencia (2013)
Recuerdo que de niño siempre me llamaron la atención las bodas religiosas donde la feliz novia llegaba en su radiante vestido blanco a la iglesia para unirse en santo matrimonio al ansioso novio esperando por ella en el altar. Las novias podían ser mis tías, primas, vecinas, Lady Di, Kate Middleton o también las heroínas de los melodramas charros; aunque estas últimas me terminaban aburriendo por su cursilería implícita. Y claro, a través de los años tuve que asistir a varios matrimonios, a los cuales acudía no por obligación sino porque, ¡caramba! , me gustaban; aunque nunca pensé que asistiría al mío teniendo en cuenta que en Perú otro hombre no podía casarse con otro hombre ni en una ceremonia civil ni tampoco en una ceremonia tradicional como dicen que Dios manda.
Debo confesar que de alguna forma soñaba con decir “Sí, quiero” luciéndome con un impecable tuxedo negro o un frac de pingüino como los de las películas, y en mi fantasía gay el futuro esposo aguardaba de pie por mí buscando desesperadamente besar al novio, el cuadro perfecto que solo podía realizarse en mis locas fantasías, mas no en la vida real. Al principio quizá no le prestaba mucha atención porque simplemente vivía muy rápido, como a tus veinte cuando tratas de pasar como heterosexual y acomodarte a lo que tu familia y amigos esperan de ti. “¿Casarme yo con otro hombre? Pamplinas”.
Europa nos lleva casi mil años luz en lo que respecta a los matrimonios entre personas del mismo sexo convirtiéndose Holanda en abril del 2001 en el primer país que formalizó con estatus legal a las parejas conformadas por dos hombres o dos mujeres, concediéndoles la misma igualdad que las parejas heterosexuales en cuanto a derechos y responsabilidades. ‘Estamos escribiendo una página de la historia, esto no tiene precedentes. Por primera vez en el mundo, las parejas homosexuales tienen la posibilidad de contraer matrimonio civil’, dijo el entonces alcalde de Ámsterdam, Job Cohen.
Doce años después de este hecho histórico el país que acuñó en una revolución con sangre y guillotina la frase “Libertad, Igualdad y Fraternidad” le dijo sí al matrimonio civil entre personas del mismo sexo. Una emocionada Christina Taubira, Ministra francesa de Justicia, señaló “Sabemos que no le hemos quitado nada a nadie, hemos dado un derecho a gente que no lo tenía”. De esa forma Francia se añadía a los catorces países (incluidos dos sudamericanos: Argentina y Uruguay) que le han dado a las parejas del mismo sexo el tan anhelado y postergado reconocimiento legal.
La historia por la lucha del matrimonio entre personas del mismo sexo como un movimiento organizado surge a fines del siglo XX cuando el colectivo LTGB empieza a reclamar el paquete total de derechos. En algunos países la convivencia de personas del mismo sexo se reguló bajo el nombre de uniones civiles, que otorgan a los contrayentes muchos de los derechos y obligaciones que supone el matrimonio entre personas heterosexuales, aunque no los equiparen totalmente. Y no es lo justo aunque muchos digan que es lo mismo, porque no estamos construyendo una sociedad realmente igualitaria. El matrimonio se trata de la vida, el amor y la libertad.
Y mientras eso ocurría en el mundo, mis compañeros de promoción, los amigos de la universidad, los del barrio, los primos y hasta sobrinos acumulaban fotos en sus lindos álbumes titulados “Feliz Matrimonio”, yo me contentaba con levantarme en la madrugada (así de fan era) a presenciar el casorio de la plebeya con el príncipe de ensueño. La primera vez que vi la imagen de un matrimonio civil del mismo sexo fue en un reportaje de los años noventa cuando era súper tabú hablar del tema; todo cambiaría pronto con el auge del internet en el nuevo siglo.
De repente estaba siguiendo la tradición heterosexual de mis ancestros en vez de ir a contracorriente. ¿Cuántos amigos gay que yo conocía querían casarse y tener igualdad de derechos ante la ley? Ninguno en ese momento. Hasta inicios del nuevo milenio en mi mente solo figuraba un matrimonio religioso, algo completamente impensable siendo católico. “¿Pero si Liz Taylor se casó ocho veces por qué yo no?”, les bromeaba a mis amigos heterosexuales.
Decidí tomar el toro por las astas, empecé un blog con el cual me volví un activista virtual, allí podía hablar de todo sin tapujos ni medias tintas. Mientras tanto, seguía rondándome la idea del matrimonio aunque las leyes peruanas no me lo permitían, ¿acaso tendría que irme al extranjero? Las reglas del juego estaba hechas para todos menos para los gays, una pareja heterosexual si poseía el derecho incluso de divorciarse, nosotros ni voz ni voto. Así que de tener una pareja, mi unión nunca tendría un pleno reconocimiento ante la sociedad o la ley, seríamos dos adanes lejos del paraíso.
Y cuando menos lo esperaba, mi en ese entonces novio extranjero me propuso matrimonio. ¿Cómo era posible? Él era un romántico como yo así que me dijo “no podremos hacerlo legalmente en tu país, pero de repente sí haya una iglesia protestante que nos lo permita, tú eres periodista, averígualo”. Queríamos sacarle la vuelta a las reglas, la iglesia tradicional y todo lo que te decía no. La boda fue sencilla, no hubo tanto arreglo, pero sí una gran emoción, un pastor, dos alianzas, una torta que decía “Nuestra boda”, dos testigos de facto, un poco de nerviosismo, mucha felicidad y sobre todo un papel que certificaba la verdad de mi nuevo status marital, me había convertido en un hombre casado ante DIOS, pero lo que yo quería era mi estado de ESPOSO o CONYÚGE.
Mi primer matrimonio solo fue una alianza simbólica religiosa, porque la realidad es que dos hombres o dos mujeres no pueden casarse o unirse por lo civil ante las leyes peruanas, no existe ninguna figura legal que nos haga esposos o contrayentes. Si mañana quisiera volver a casarme no podría hacerlo bajo ningún concepto, ¿acaso tendré que dedicarme a seguir viendo la boda de mi mejor amigo en vez de protagonizar la mía, una boda reconocida ante la sociedad y la ley?
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